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El poder cautivador de madame de Pompadour


Quien utiliza su poder para ayudar a un historiador se gana el reconocimiento de un gremio difícil pero que nunca olvida.

Madame de Pompadour, llamada Jeanne-Antoinette Poisson se sirvió de su intensa amistad con Luis XV para conseguirle a Voltaire el puesto -hoy le llamaríamos plaza- de Historiógrafo del Rey y, tiempo después, un sitio en la Academia Francesa.

Con su proceder, esta sabia dama de formas delicadas y rostro resplandeciente impulsó a la Ilustración mucho más que un discurso político o una dádiva clientelar.

Se sabe que, desde muy pequeña, cuando su madre vio que sería bellísima comenzó a abrigar la esperanza de hacerla amiga del rey.

Fuentes poco confiables indican que toda su familia, esposo incluido, colaboraron hasta cierto punto para colocarla en el trono de la favorita, pues cuidaron con celo su cuerpo y alimentaron la natural curiosidad y talento delicado de la joven.

Es imposible repetir los rumores sin sonrojo. Lo que sí vale apuntar es que cuando la Pompadour alcanzó el puesto anhelado por sus padres y amigos, supo ser una buena compañera de Su Majestad.

Padecía el rey de una mortal melancolía y frecuentemente se deprimía ante el flujo interminable de problemas. Entonces, la Pompadour planeó una agenda de entretenimientos, juegos de mesa, cacerías, banquetes y citas a solas que mantuvieron al Bienamado con buen semblante.

En una ocasión, luego de un almuerzo, la marquesa pidió a sus comensales y al rey que la siguieran al bosque y todos obedecieron sin reclamos. Entonces, decenas de bailarines, en hábitos pastoriles, danzaron entre árboles y ramilletes de flores. El rey y sus amigos creyeron que este cuadro preciosista era una aparición y agradecieron con aplausos los desvelos de la Pompadour por complacer.

También, en su deseo de sembrar bellezas en el mundo, la marquesa protegió una fábrica de porcelana que estaba al borde de la bancarrota. Con ayuda de la pródiga bolsa real, se compraron los talleres y se trasladaron a Sèvres, a las afueras de París. Ahí se emplearon a los más hábiles artesanos y a los químicos y técnicos más capacitados de Europa y, luego de numerosos afanes y quebraduras, se obtuvieron vajillas tan finas que podrían competir, sin rubor alguno, con las de Sajonia y China.

El amor del rey hacia su amiga no conoció límites pues le construyó hermosos palacios. Una vez, al trepar una colina, Jeanne-Antoinette dijo: Quelle belle vue! (¡Qué hermosa vista!). De inmediato, sin convocar licitación pública ni mediar presupuesto alguno, el rey ordenó que se erigiera un palacio en dicha cima.

Trabajaron 800 obreros, se convocó a los ebanistas más hábiles y a los pinceles más correctos del reino. Así, con elegancia suprema, se erigió el palacio de Bellevue, tristemente incendiado durante la Revolución.

Una dama que utilizó su influencia para proteger a artesanos, artistas e historiadores poseyó, sin lugar a dudas, una inteligencia superior. Apunto lo anterior, puesto que sus acciones a favor de las artes y del saber son indudables mientras que todo lo demás, tan solo son calumnias e infundios.

Lo que se sabe es que, a su muerte a los 42 años, exhaustas sus carnes por su cansada labor y agotada su belleza luego de un servicio completo al rey, llovía en Versalles.

Mientras Luis XV veía salir el cortejo fúnebre, desde su ventana, disimuló sus lágrimas y lamentó el mal tiempo.

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